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SOBRE LOS ERRORES IMPERDONABLES EN LOS LIBROS DE TEXTO MEXICANOS



Desde que al ganar confianza en mis propias capacidades para juzgar la calidad de un texto pude corroborar que los libros y los problemas de física de los niveles medio superior y superior no eran claros, me ha preocupado que los alumnos se atribuyan la culpa por no entender la traducción deficiente que un editor no pudo resolver. Esto sólo lo conseguí al volver a leer textos que cuando estudiaba en la rama de física y matemáticas me rompían la cabeza, y que después me parecieron diáfanamente mal redactados. Recuerdo también que un par de tareas de matemáticas en la primaria (educación elemental) nos tuvieron trabajando hasta la madrugada por ahí de cuarto o quinto año, y una de ellas tuvo que ver con un error de los libros en el área de los triángulos, al consignar lo que debía definirse como la altura. Claro, entonces, cuando siempre ganaba el PRI las elecciones, no había necesidad mediática de cuestionar ningún contenido. Resolver la discrepancia y conciliar el sueño pese a lo que los libros explicaban fue para mí fuente de orgullo. Pero no lo logré por tener más capacidad que mis compañeros, sino sólo gracias a la educación recibida de mis padres, que me enseñaron a cuestionar la autoridad, incluso la de ellos mismos, lo que me ha servido como ventaja y como desventaja en diversos ámbitos. Y es que un libro tiene carácter de autoridad: el lector se cuestiona a sí mismo antes de cuestionar al libro, excepto cuando se trata de una evidente falta de ortografía, porque también es económico y eficiente aceptar la autoridad. Por eso, cuando como corrector mis jefes me han dicho que sólo marque lo imperdonable (esas evidentes faltas de ortografía), mi criterio para no perdonar es más amplio de lo que ellos y los autores quisieran. Debo decir que al final no me ha ido mal por hacer enojar a mis superiores de vez en cuando.


Diría así que éste es un trabajo cuya eficacia disminuye si se acepta la autor-idad. La del autor, la de los superiores, la que fundamenta las bases de los conocimientos propios. Todo debe ser contrastado, para alcanzar la máxima coherencia, sin la presuposición de que basta con contrastar lo que uno ya sabe. Porque la coherencia es más importante que la verdad, cuando se acepta que la verdad es inalcanzable. El corrector más efectivo tiene que ser, pues, un aspirante del anarquismo. No es que no haya reglas, es que la autor-idad es arbitraria, tiene grados: la única autoridad irrefutable es la del poeta en la edición literaria. Y eso no significa que no hay que darle un texto con marcas, sino más bien que hay que aceptar sus resoluciones sin chistar. En contraste, el autor de libros de difusión que viene con minucias de matices semánticos merece todo cuestionamiento: el autor muere antes en el proceso editorial mientras el libro tenga un carácter menos literario, aunque todos los libros tengan algo literario. Los autores de libros por encargo mueren antes de empezar su libro. Los poetas sólo mueren al publicarse el libro. ROLAND BARTHES RULES.


Como corrector y como editor, si hay algo que me molesta, es que no se valore la utilidad que tiene la edición de buscar la máxima coherencia y legibilidad, el mayor contraste, el trabajo que tiende a desconfiar. Lo que es peor: cuando he estado en algún curso de edición, noto que se evita problematizar para qué hacemos lo que hacemos: para qué cuidamos callejones y viudas, para qué marcamos rosarios, por qué debemos cuidarnos de los lugares comunes y de las repeticiones; más noto algún tipo de transmisión tradicional, al grado en que encuentro poca bibliografía que asocie el texto líquido con la pérdida de la lectura profunda, como si fueran dos temas disociados. O se nos ve a los correctores como si fuéramos perros guardianes del castillo donde está la nobleza de la RAE. Sí, hay sitios, como México, donde la edición es muy puntillosa y de calidad, pero en mi experiencia depende mucho de la comunicación generacional. Creo que el único curso que planteaba preguntas fue el de mi muy apreciado Jesús Eduardo García Castillo, que en paz descanse. No sé cuánto ha cambiado esto en la actualidad ni en qué medida sé de lo que estoy hablando: me circunscribo a mi experiencia y a la bibliografía que puedo ubicar en alguna que otra búsqueda reciente.


Quizá por lo anterior es que lo que se valora de la edición es esa capacidad que tiene para evitar que unas hienas muerdan a otras. Como una reja que las separa. Porque siempre que una figura pública lanza un libro, hay otra esperando para buscarle las erratas, para condenar, para menospreciar más por esos barritos del lenguaje que por el contenido. De arrebatarse los huesos de la manera más sencilla dependen los ingresos de esa clase. Es que leer es una actividad difícil: precisamente las dificultades de estudiar radican en entender realmente lo que se lee: localizar la información relevante, ser capaz de reorganizarla según distintas perspectivas. Eso elevaría la crítica entre las hienas, pero prefieren morderse suavecito, porque a lo mejor se enfrentan con una carne dura que les rompa los dientes.


Como somos débiles, como nos gusta juzgar por el maquillaje, por la vestimenta, por los tenis Nike y la ropa Gucci, la errata nos sirve para rechazar todo el texto, todo su entramado ideológico. ¡Esa ideología tiene una errata: está mal! Y llamaría yo estupidez lo que es en realidad inocencia. Inocencia, porque la urgencia por demostrar que no podemos ser engañados, la necesidad de demostrar que no somos estúpidos nos hace creernos la mentira de que un texto es más objetivo y carece más de ideología mientras más impersonal sea su redacción. Ese criterio simplísimo para juzgar información nos expone a la ideología que presume de no ser ideología. Por eso los ciberdelincuentes pueden usar tan fácilmente herramientas de inteligencia artificial que parecen creíbles. En realidad, no hay salvación: todos dependemos de criterios manipulables. Es imposible practicar el método científico o el contraste documental a cada paso.


Hace algunos años se acusó al gobierno de Enrique Peña Nieto por la calidad de unos libros de texto juzgados por sus erratas. Para ser justos, y como el buen Jesús Eduardo García nos advirtió en aquella ocasión, la mitad de las erratas por las que se acusaba a esos libros correspondía más con una cuestión de criterios editoriales. No sé por qué hoy sorprende que a la administración de Andrés Manuel López Obrador se le pague con la misma moneda, si fueron sus simpatizantes quienes estaban atentos en aquel entonces. En ambos gobiernos existe el nepotismo, en ambos la necesidad por la afinidad ideológica de quien esté al mando de tales libros. Aquí lo que se resalta es la inocencia de gobiernos que no entienden que podrían evitar mucho contratando profesionales, que los hay en un país en el que la edición importa y es fuerte, aunque tenga como base la enseñanza generacional. En fin, el maquillaje editorial de producción que lograrían es lo de menos (es la parte de mi trabajo que más me irrita), aunque sorprende entonces que sí les preocupen sus publicistas y asesores, siendo la farsa tan importante.


Lo que sí me importa es elevar la edición a un grado en que haya editores que sepan algo más que edición, o que al menos se preocupen por cuestionar al autor. Correctores que no acepten eso de que el libro lo escribió Zeus y habrás de recibir una descarga eléctrica si te atreves a cuestionarlo. Editores y correctores que duden de sí mismos. Que al menos se pregunten cómo saber si una fracción es mayor o menor que otra. Porque me explico que se les haya olvidado, pero no me explico que no traten de averiguarlo, que lo hayan aceptado. Esos errores (y no las erratas más obvias) sí les cuestan a los estudiantes cuando nadie los advierte: destruyen su autoestima, porque confían en el sabio que les dice que dos más dos son cinco, aunque ellos mismos no puedan comprenderlo. Luego, se sienten incapaces. Y no son incapaces de conocimiento. De lo que son incapaces es de cuestionar la autoridad, porque desde bebés se les ha obligado a someterse.


Yo no soy economista. A veces los artículos de El Trimestre Económico que corrijo me parecen inalcanzables, aunque entienda secciones. Pero ¿sabe usted que me tardo en mi trabajo porque me la paso consultando diccionarios e información a mi alcance? No sólo en esos artículos, que son lo más complejo que llega a mis manos. No me separo del diccionario ni de las consultas. Internet hace injustificable hoy no buscar referencias. Busco incluso palabras que doy por sentadas. No siempre logro llegar a la mayor profundidad de lo que leo, sobre todo si el grado de especialización del contenido es alto, pero al menos rasco la superficie, la estudio someramente si no tengo tiempo de profundizar. Comprendo que en eso consiste mi trabajo. Y es la parte que me tiene enamorado, porque aunque usted siempre me vea sentado, no hay nada menos monótono que leer todos los días algo distinto.


¿Que me estoy poniendo a mí mismo como el corrector/editor ideal? ¿Que por ello peco de soberbia? Puede ser, pero mi soberbia no es más grande que la de la petición que me pide tenerle miedo a la ira de un autor ante una marquita roja. Mi soberbia no es más grande que la de aquel que se atreve a pensar que si ya tienes un doctorado en cualquier disciplina (incluso en literatura o comunicación) no necesitas un poquito más de conocimiento y problematización para editar un libro. Mi soberbia es más pequeña que la de cualquier pobre cándido que acusa a otro por tener una ideología sin tener noticia siquiera de que nadie canta mal las rancheras en este asunto. Mi soberbia está aunada a un criterio y a un fin, tiene un sentido. Y mi criterio no mecánico se corrige con el reconocimiento de sus propios errores. Es una soberbia tan anarquista como el mismo método científico. Porque la edición, sin ser ciencia, es una revolución que termina cuando el libro se institucionaliza, al publicarse y volverse falseable, igual que el método científico, sin ser edición, es una revolución que termina cuando sus resultados comienzan a difundirse, para que puedan cuestionarse. Y mejor aún: hace unas cuantas semanas encontré a un barbero que entendía que su trabajo estaba institucionalizado ya cuando el corte estaba terminado y uno salía a la calle a que lo criticaran. Los oficios hay que tomarlos en serio, sobre todo si eres un gobierno que busca credibilidad. Y compréndanlo, sobre todo los que están muy preocupados por asentar la autoridad desde la familia y la educación: aceptar la autoridad es útil, pero si se ha de esperar que en algo confíen quienes aceptan la autoridad, necesitan de aquellos que la cuestionan, para que los comunicados tengan coherencia. ESTO ES MÁS VÁLIDO EN LA ERA DE LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL, CUANDO LOS SABOTEADORES Y LOS DELINCUENTES TIENEN LA POSIBILIDAD DE GENERAR MATERIALES QUE PARECEN CONFIABLES.



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