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Hace ya algunos años estaba yo revisando los cuadernos viejos de la ingeniería que abandoné para hacer limpieza de principios de año. Ya había hecho otra carrera, y tenía mis primeros trabajos como corrector. Se me ocurrió leer algún problema de física, para saber cuánto había olvidado. Encontré un desastre completo. ¿Cuánto de nuestro miedo a matemáticas y a las ciencias duras se relaciona con deficiencias en gramática? ¿Cuánto con editores que no recuerdan álgebra ni notación matemática y mejor ni le mueven? ¿Cuánto con genios de la física que desdeñan la seriedad en el estudio de redacción?

Debo decir que unos cuantos obteníamos algunos puntos porque confundíamos al maestro con nuestros procedimientos, aunque no llegáramos al resultado que él esperaba. De otro modo hubiera sido necesario reprobarnos a todos. Pero extiendo mi reconocimiento para el único compañero que sí alcanzaba el resultado (Emmanuel Vera Prestado), porque efectuaba una doble operación: reescribía mentalmente sin saberlo aquel crucigrama antes de alcanzar la solución. En fin, los demás quedábamos convencidos de que la incompetencia era completamente nuestra, pues dábamos por hecho que nuestros mentores sabían escribir.


Por si fuera poco, en los cursos de inducción a la ingeniería siempre hay algún orientador malicioso que trata de desanimarlo a uno. Como éramos jóvenes e impresionables, nos dejamos asustar por el nuestro, que empezó a hacer un conteo de las horas que dedicaríamos a estudiar, a trabajar, a dormir y a ir al baño, para concluir que dos años de nuestra vida nos pertenecían. No recomendaba revolcar el sistema, sino una entrega completa a él, para que con la entrega recuperáramos la propiedad de nuestro tiempo.


Por eso, al editar "Un guerrero con sentimientos", de Roberto Quiñones, sentí que me subí a una máquina del tiempo. De los tres, yo estuve entre los dos que no se graduaron de aquel infiernillo.


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No es que lleguemos a viejos porque hayamos acertado. Es que preferimos no ver los privilegios protectores a nuestro alrededor para sentirnos dueños del mérito de seguir envejeciendo. Pero basta con mirar otros contextos para saber que allí estaríamos fritos. Por eso preferimos no mirar más allá de la nariz. Y, así, nos convencemos de que nuestras creencias son las correctas, de que tenemos algo que enseñar: el secreto, el libro de nuestra propia vida. Y todo parece salirnos bien durante años, escapamos de los dragones, las descomposturas, las separaciones y los hospitales, hasta que no.


No todo lo que funciona en el cine funciona en la literatura de la misma manera. El humor narrativo de los cientos de zafacones virados en White Noise, escrito, estaría en mejor sintonía con un verso. Pero la muerte es común. El ruido blanco, los números que antes de sumarse no son cero, el juego con sucesiones de imágenes y palabras cuestionan con éxito en ambas manifestaciones artísticas la potencia reductora que al final lo abarca todo. Nunca tiene chiste contar sólo que al final le dieron un tiro, aunque ése sea el hecho central. ¿A quién, por qué, con qué tipo de arma?

No estoy conforme con la calificación recibida por esta película en IMDB. Me hace pensar en que estamos plagados de autoridades críticas muy acostumbradas a que les den todo masticadito y en la boca.

© LaCriba, 2024.

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