Hace ya algunos años me sorprendió la anécdota según la cual un grupo de investigadores dedicado a la lírica popular mató la transmisión oral cuando grabó un disco en cierto pueblo con algunas canciones de cuyas transformaciones en el tiempo había testimonio escrito. Al volver veinte años después, habían cesado las modificaciones, porque el disco grabado se había vuelto la norma.
Desde mi perspectiva, ese suceso nos permite plantear dos hipótesis: primero, los medios modernos tienen una función normativa cuyas consecuencias aún no comprendemos del todo en lo relativo a internet, y segundo, la lírica popular se ha masificado. Cualquier transformación es atribuible a un autor, que deja registro de ello en un medio (sobre repeticiones, medios y transformaciones creativas, ¡lean ustedes loop, de Roberto Net!, que allí hay una maravillosa propuesta).
No obstante lo anterior, y aunque en los estudios literarios no sorprende a nadie encontrar formas afines entre el romancero y el son o el corrido, por ejemplo (aunque ejemplos los hay infinitos, y para muestras busquen ustedes el trabajo de lufloro panadero en facebook), no sólo a partir de análisis sobre la métrica, sino también en transformaciones de caballos a guaguas o trocas para un desarrollo narrativo que se actualiza, persiste una visión separatista donde el autoproclamado dueño del criterio literario se adjudica el poder de decisión sobre lo que merece el reconocimiento y la etiqueta de calidad.
Así, en los tiempos de la lírica popular masificada, Shakira y sus asuntos son, por supuesto, asunto de la literatura, del análisis y el registro del discurso amoroso. Y la brevedad de la música moderna, adaptada a medios modernos como el TikTok, no resultará extraña para quien conozca el epigrama. ¿Que hay un mercado, una comercialización, un vulgar interés capitalista de vendimia? Sí, pero no son atributos mutuamente excluyentes.
El estudio y la apreciación del fenómeno literario son amplios. No se hacen para reunir una serie de criterios objetivos sobre lo que merece cinco estrellas o ninguna, sino que exploran alternativas de exposición que den cuenta de la riqueza en los registros de la escritura y del habla, manifiesten o no alguna preocupación humana. Es decir, sin inclinación ni disputa sobre el arte por el arte o el arte por la enseñanza, se persigue el arte.
Nos concierne a los editores porque nuestro trabajo es buscar el mejor producto posible. Y lograrlo no depende de una suerte de discriminación objetiva y técnica, sino de la apreciación del texto que tenemos ante nosotros. De ahí, y de las particularidades propias de una maqueta cuidada para asegurar su legibilidad, surge la materia que justifica que seamos beneficiarios del derecho de autor tanto como lo es el autor. El editor debe apegarse al texto como lo hace el crítico literario, y me refiero al crítico concentrado en la apreciación, en el nivel de lectura profundo, no el crítico dedicado a la discriminación, que también existe, y que comparte más características con el técnico del mercado que intenta posicionar un producto entre los consumidores.
Y atención, no es que no existan los maestros de la escritura, y no es que debamos revocar el uso culto de la lengua ni el normativo en favor de lo que dicten las masas (después de todo, las masas tenderán a dictar lo que nosotros publiquemos, y a los editores nos toca asegurarnos de la conciencia en el uso o el desuso de la norma). Es que dejarnos guiar por los criterios de la corriente que intenta emitir licencias de existencia tiene dos consecuencias: la renuncia a nuestro propio derecho creativo, que nace de la apreciación personal, subjetiva y fundada, y el reconocimiento de una propiedad cultural que se adjudica cierta élite.
Otra consecuencia que derivamos de las enseñanzas de Juan Carlos Quintero y De la queda(era) es que no se trata de rechazar lo común, sino de entender sus complejidades. Elevar lo aparentemente simple al rango complejo nos conduce a la novedad, nos saca de esta caja de resonancia que conforma nuestro purgatorio en un mundo de repeticiones. Y esa práctica importa en el ejercicio del pensamiento. ¡No somos autómatas ni ChatGPT puede proponer nada nuevo, por eso los creadores de la IA deben perder la demanda que hay en su contra! Crear es importante para el lector. No sólo porque su experiencia será mejor, sino también porque tendrá una vida más amena, menos cascarrabiosa.
¡La literatura es propiedad común! Sólo sus manifestaciones particulares pueden ser propiedad privada.
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