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Ser escritor en el siglo XXI

Lo primero que nos dijeron en la universidad fue que no íbamos allí a estudiar literatura para ser escritores. El estudio del fenómeno literario debía enmarcarse como un asunto exclusivamente académico, serio; tan objetivo como fuera posible. Si queríamos ser escritores, la calle y el instinto nos prepararían mejor para el fracaso. Por supuesto, eso no evitaba que los mismos maestros armados con aquellas frías advertencias tuvieran un poemario escondido bajo la manga. Sí, escondido, porque en México no hay mucha diferencia entre llamarse escritor a sí mismo y contar un chiste, pero igual todo el mundo ha vaciado en tres cuartillas el cuento que termina con un adolescente despierto porque no sabe cómo rematar el argumento.


La culpa de todo ese pudor literario, dicen, la tuvieron Octavio Paz y su corrillo de mafiosos. Que fueran mafiosos, quizá financiados por la CIA para alejar de la barbarie al anticomunismo, no quiere decir que no proyectaran una gran sombra, una tan sorjuanezca y obelisca que aún atraviesa manuscritos aficionados para asarlos en el fuego de la excelencia reconocida por todos y justificada apenas por cuatro gatos capacitados. Desde Octavio Paz todos los libros mexicanos que no son de Octavio Paz tienen medidas insuficientes.


Yo difiero. No porque me atreva a decir que Octavio Paz no es tan bueno como dicen, sino porque la culpa no es de Octavio Paz, ni siquiera de la CIA o de la asquerosa Guerra Fría, sino de la mercadotecnia y la publicidad; del empeño de exagerarlo todo para maximizar ganancias. Ya en la Antigüedad la literatura jugaba a levantar muertos, pero la mercadotecnia nos convenció a todos de que los inmortales caminaban entre nosotros. Gente que come, pero no va al baño, porque si come es para gozar, pero si va al baño es para conocer la experiencia y escribir sobre ella. ¡Sería indigno gozar la comunión con el excusado!


Luego vino la crisis del libro y los inmortales se quedaron desnudos, sin aparato publicitario magnificador que pudieran usar para taparse las partes pudendas. En fin, que los inmortales empezaron a parecer tan mortales como todos los demás, porque la mercadotecnia eligió a las Rowlings y abandonó a los Borges. Y luego asesinó a las Rowlings para heredar derechos. Pero además de heredar derechos, los editores heredaron el delirio de grandeza que los vuelve clarividentes del éxito comercial. Críticos prácticos en busca de la contundencia, sabuesos de la coyuntura.


Todo esto eleva la literatura. Tan alto que la saca del planeta. Ya no es una cosa humana. Está en espera del inmortal que pueda al fin expulsarla de la piedra y la lleve a una fábrica mágica que escupa libros para satisfacer la creciente demanda. ¡Los mercados pequeños que se conformen con la fotocopiadora y Word!


Yo pienso que ningún contemporáneo está calificado para señalar a los libros de hoy que un académico estudiará dentro de ciento cincuenta años. Y si ya nació el ser humano que vivirá ciento cincuenta años, tampoco está calificado, porque nadie es capaz de superar su conflicto de interés, ese que te obliga a inclinarte por tu reflejo. Pero eso no significa que los libros de hoy “leídos” por la gente del futuro no los esté escribiendo ya gente común y corriente, gente que quiere esconder su vergüenza, pero que se le escurre por un agujero en el adjetivo, en el gerundio mal usado. Gente mortal. Entonces, pues, ¿por qué no publicamos a los mortales, mientras los inmortales se tapan los pelos con las manos?

En tanto nos perdemos en magnificaciones, los lectores pierden el interés. Porque los lectores son mortales y no quieren desperdiciar su precioso tiempo. Tienen prisa, y ni siquiera les han mostrado el mugroso menú, porque no parece lo suficientemente inmortal.

Unos cuantos libros, muy pocos, sobrevivirán. Otros no. Todos sus autores estarán muertos algún día. De esto no tienen la culpa las universidades.

Llámese escritor sin pena. Pero sabiendo que a fin de cuentas eso no lo hace más inmortal, ni le garantiza una lápida eterna en los libros escolares.

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