La figura del editor se ha comercializado con la mercadotecnia con la que se presenta a los profetas. Se sienta el editor de adquisiciones en el anfiteatro a decidir con el pulgar si un manuscrito muere, pues conoce las leyes de la estética, los secretos de los mercados segmentados cuidadosamente por los oráculos del capitalismo tardío.
A pesar de la realidad editorial, esa figura del editor persiste junto a la del escritor que te arruina la eternidad con sus poderes literarios si le caes mal (uy, qué miedo). ¡Y las portadas! Cada una más alucinante en competencia directa con otra ante la cartera de un consumidor al que el dinero le sobra y le quema los bolsillos. Pronto, a intercambiarlo por un cuadro colorido que me reviente el corazón.
Pero los libros no obedecen estas reglas. Y ni su valor estético no se asocia con lo mucho o con lo poco que vendan. Son artículos dirigidos a un consumidor que valora la inteligencia, de un modo o de otro. Da igual lo que diga la cuarta de forros, que forma parte del mercadeo inicial. Esa fase de ventas puede ser muy exitosa, pero en un libro que no incite conversaciones, y que ni siquiera pueda el lector terminar, llevará exactamente a lo mismo que una publicidad fracasada. Y no hay editor que pueda anticiparse, por muy buen olfato coyuntural que tenga.
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