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Ya en el pasado me han pedido que imparta algún curso de corrección de estilo. Nada complicado quieren, apenas una orientación que dure UN PAR DE HORAS. Es que ya es gente con doctorado, me dicen, ya aprobaron los cursos de español de educación elemental, ya nada más es que les enseñes cómo aplicar la sabiduría que ellos ya poseen. (*-*) Como aquella vez en que unos changos de una oficina de estadística querían que les diera una muestra de mi trabajo anotada para que ellos replicaran mi trabajo. Ya dominan las varianzas y las transformadas de Laplace, así que ¿qué puede salir mal si les clarifico mis fórmulas, la replicabilidad de mi trabajo? ¡Ellos se especializan en modelos replicables! (*-*) Pero en el mundo editorial es lo mismo. Esa exigencia pataleteada de quien me pedía ser práctico pero luego no se atrevía a rechazar mis marcas haciéndose responsable de su autoridad editorial. Nada más marca lo elemental, me decían. Dedícate al no sé qué, porque el qué sé yo es licencia del autor. (*-*)


Y luego vienen también los especialistas que quieren darme lecciones como si yo no estuviera en actualización constante. Como si a mi formación universitaria con orientación editorial no hubiera tenido que añadir diez mil horas de práctica en las talachas más escabrosas con los salarios más jodidos, para sentirme seguro de mi aprendizaje. Como si las decisiones que tomo no tuvieran todas una razón. Que no es incuestionable, que sí puede supeditarse a los deseos y las licencias del autor. Pero de arbitrariedad, nada, señor con birrete. Por eso me reí durísimo cuando Sheldon y cía se mofan de la tecnología decimonónica de un motor de combustión interna, que ellos no saben reparar.


LA RAZÓN POR LA QUE NO DOY CURSOS no tiene que ver con que me falten ganas. Más bien es que no quiero estafar a nadie. Como pasa con muchos cursillos que dan por ahí (y todavía tienen el descaro de decir que no hay nada más avanzado que este boom de educación autogestiva). Y no es que me vaya a inventar lo que impartiría, sino que sería impráctico para los interesados un curso que dure lo que tenga que durar al costo que tenga que tengan que pagar, para la verdad no ganar mucho dinero después, a menos que se vayan por el lado oscuro. Miren, no soy un divo de la edición. Sí fui discípulo de un par de monjes de los libros. Sí descendí al fondo de los infiernos y volví, recuperado de mis heridas, preparado para que se me incluya en la obra seminal de Joseph Campbell. Pero eso no quiere decir que mi oficio no lo pueda ejercer todo el mundo como dios le haya dado a entender. Llegará el momento en el que LaCriba crecerá y tendrá colaboradores que se verán obligados a aprender. A la mala y sobre la marcha. Como yo aprendí. Porque la verdad es que la profesionalización universitaria no logrará que esto sólo lo ejerza gente con licencia, como creo que pretenden los más temerosos ante la tecnología actual y la posibilidad de la publicación al alcance de todos. Y quienes lo hagan por su lado, sin el aprendizaje previo, también algo aprenderán. De su intervención aunada al trabajo del autor saldrán ediciones. Y si de algo vale el aprendizaje de la edición, se escocotarán cuando pase el entusiasmo, y aprenderán con la persistencia suficiente. Aquí no hay restricciones para el aprendizaje. Pero los cursos no los doy yo.



El otro día entré al baño de un Wendy’s en Yauco y decía en la mampara “Bad Bunny estuvo aquí”. Me sonreí, porque cuando era un aprendiz bromeábamos sobre la posibilidad de poner una nota del editor al pie donde señaláramos una intervención para vanagloriarnos por la corrección de algún detalle casi imperceptible, pero inaceptable. En el fondo quizá inventamos los derechos morales del autor porque es imposible identificarnos por la orina. Ya decía Orson Wells que era una desgracia terminar un capítulo y que la máquina de escribir no aplaudiera.


Nota al pie: le compramos Harry Potter a Benita y me encontré una jocosa nota de un editor que no pudo aguantarse la oportunidad de exhibir un pequeño destello de sabiduría de su parte.



No se trata de criticar la maestría para hacerle un boquete, insertarse y luego cerrar la puerta detrás cuando uno ya forma parte de los elegidos. Mire usted, las obras maestras sí existen, y lo más probable es que usted no sea el elegido capaz de crear una, por mucho que su ego quiera convencerlo todas las mañanas cuando se mira en el espejo. "Yo soy grande." A mí también me pasa: me miro al espejo y me digo: "Yo soy grande". Pero la verdad es que no me toca a mí determinarlo. De hecho, ser grande necesita un punto de referencia externo, un criterio que no me pertenece. Si me perteneciera, incluso la intención de ser grande carecería de sentido, porque se es grande con respecto a otra cosa, en oposición visible a lo que no es grande. Y se quiere ser grande para otros, o sería suficiente con repetírselo uno en el baño a solas cinco minutos todos los días. Pero uno quiere trascender. Y aunque venda usted muchos libros en su coyuntura, rebasar la barrera del tiempo, permanecer, escribir para la posteridad, para rebasar la moda de la viralidad en TikTok, no depende de las intenciones. Así es: el criterio de lo que es grande no le pertenece a uno. Si ser grande dependiera de criterios técnicos exactos, existiría una escuela y todos asistirían, y habitaríamos un planeta plagado de gigantes.


Nuestro criterio de la grandeza sólo puede aplicarse a libros de otros tiempos, que han sobrevivido el fuego de distintas lecturas, y siguen teniendo potencial para despertar el Síndrome de Stendhal. Caducará cuando lleguen otros y cambien su criterio pero la obra permanezca. Se castigará en las escuelas a quienes hagan lecturas anacrónicas, pero seguirá practicándose el anacronismo en secreto. Lo grande lo es porque alienta otras creatividades, muchas, aunque no lleguen a ser grandes. Sugiere, sigue sugiriendo. No está acabado y jamás lo estará. El Quijote, el más grande de todos, sugiere ya la ciencia ficción en su tiempo, y Pierre Menard no podía saberlo cuando lo escribió. De hecho, él no lo escribió. Lo escribió Descartes cuando planteó la hipótesis del genio maligno.

Así de grande es El Quijote. Rebasa incluso a su autor. Así que cuando un autor me viene con una pataleta porque eso que yo estoy entendiendo no es lo que él quería decir me muero de la risa, porque esa necedad en el control es el primer paso para eliminar el potencial significativo de su obra. Y así quiere ser grande.


Lo más probable es que cuando alguien se declare poseedor del criterio para reconocer la grandeza se trate de un vendedor. O de un candidato político. Aquí, en esta maleta, está el bienestar para tu familia. Pero no, tampoco se trata de criticar los criterios de la grandeza para fumigarnos de vendedores y candidatos. No: es que escribir y leer, seleccionar, a partir de un manual es tremendamente limitante. Eso mata la libertad de disfrutar. Y acota las posibilidades de llegar a la grandeza, de jugar con los signos, de torcer reglas para ensancharlas. ¡Y tampoco se trata de no establecer límites!: allí donde están las fronteras está la materia para tener una figura. ¡Es importante que sea legible y claro que se trata de una figura! Más bien es que si estás partiendo de un manual, la figura ya está establecida, pero no la estableciste tú, la estableció otro, y ese que la estableció, si fue posible, es el verdadero maestro. Pero entonces ya no habría cabida para nuevos maestros, y la verdad es que no dejan de surgir, así que habría que preguntarse si uno de ellos fue capaz de abstraer la originalidad para entregar ese fuego al resto de los mortales. "Y desde entonces todos fuimos felizmente originales." Juar juar.


Así que déjese de valoraciones morales y estéticas y póngase a trabajar en el signo de sus tiempos. Si algo nos sobra son vendedores y candidatos. Si algo nos falta son constructores.


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