Nuestro mundo necesita axiomas, dogmas, presupuestos que nos ayuden a tomar decisiones veloces, porque la vida se pasa y los problemas no aguardan. Necesitamos, pues, la superficialidad, el atajo ideológico, porque es práctico. Por eso mi trabajo tiene dos caras. La primera, llegar al producto idóneo para el ocio, respetuoso con el lector, me tiene enamorado, pero es la menos notoria. ¡El propósito es que no se note, porque si no la Inception no cuela! Pero la segunda, establecer una línea de defensa contra la superficialidad, cazar erratas para proteger el contenido de la evaluación somera y ligerita, me estresa. Me hace preguntarme cuántos grados de superficialidad hay. A veces, cuando veo apenas las solapas y las cuartas de forros de libros aclamados porque los antecede su mera reputación compleja, me pregunto si el lector de verdad está atento a las erratas y en qué casos. Allí las erratas no se notan. No vaya a ser que sean intencionales y que uno sea el… el… el tontito que no las entienda. Pero cuando el libro se asocia con una figura pública, con una personalidad con la que es oportuno y quizá hasta “fácil” contrastarse, salen muchos correctores de entre las piedras y sacan sus plumas rojas de la boca. ¿Ya viste? ¡Pero qué horror! ¿Cómo se atrevió?
Esa suerte corrió Amores Innecesarios el año pasado. Como Carlitos Brigante, Ada no pudo escapar de los policías literarios, que ni se molestaron en cuestionarse el título, que porque había erratas. ¿Uy, ya viste?, decían. Y el lector podría tener razón, porque después de todo es su tiempo, pero yo, corrector al cabo, tuerzo la boca si veo que ese criterio no es uniforme. Y uno podría culpar a la casa editora, pero la verdad es que con casi cualquier casa a su disposición, Ada habría corrido la misma suerte. Ella sí, porque es Ada. Los otros no, porque no son Ada. A ella le habían contado una narrativa sobre lo que hacen las editoriales, una industria tan fácil, tan injustamente llena de millonarios (jojo): cualquiera sabe leer, eso se enseña en los primeros grados de educación elemental (jojo). ¿Qué podía salir mal?
Ahora, tampoco se puede culpar a las editoriales: la crisis del libro lleva veinte años deteriorando la industria a escala prácticamente mundial (se nota incluso allí donde el mercado está mejor desarrollado), y en algunos casos se justifica la intención de ahorrar en el proceso editorial, mientras en otros se entiende que éste ni siquiera se conozca (mi prueba más superficial, dogmática, axiomática, cuando evalúo con prisa el cuidado editorial de un libro que más o menos parece libro consiste en la búsqueda de callejones y ríos en las cajas de texto: siempre los habrá, pero su frecuencia es lo preocupante), desconocimiento explicable porque hay un vacío en el espacio tiempo de los libros, un salto, un delgado hilo tradicional que conecta un extremo con otro.
Sacaremos pronto la segunda edición de Amores Innecesarios. Editada. Además, con la vigilancia de una autora que ha demostrado el propósito continuo de aprender y de trabajar en equipo. Aquí somos lentos porque no tenemos personal ni financiamiento. Somos una editorial de dos personas sin dinero que además transita ya hacia el propósito de asumir todos los costos del libro por el que nos responsabilicemos. Algunos proyectos tenemos todavía sin terminar a los que les pusimos precio, pero los que vienen los asumimos por completo. Tenemos, pues, proyectos que viven de otros proyectos y no de sí mismos. Y tenemos un propósito existencial, uno financiero y una estrategia, aunque a veces nos entorpecen nuestros compromisos previos, que nos sorprenden a la vuelta de la esquina. No somos perfectos, porque, mira tú, que para leer tres veces un libro en términos de trabajo hay que intercalar, hay que dar espacio a la vigilancia, para que la memoria no lo traicione a uno. Por eso, es muy arriesgado hablar como lo hago, yo lo sé. Hablar así me condena a que la errata que yo deje ir sea más notoria que las mil erratas “perdonadas” por otras casas. Así es esto. Yo estoy invocando con palabras como éstas el ¿ya viste?, pero qué igualado. Pero es que miren, ello tiene que hacerse. Las características prácticas del libro como lo conocíamos tienen una última oportunidad ante la voracidad tecnológica. No digo que yo sea el único que lo haga, pero no porque otros también lo hagan yo debería dejar de hacerlo. Definamos la calidad del libro como objeto, hagamos notorias sus virtudes para la lectura profunda, antes de que el lector, que ha regresado por lo que no encontró en las pantallas, piense que al final no había ninguna diferencia.
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