Debe haber pocas personas que han estado dispuestas a asumir su propia maldad. En el fondo todos los criminales y los algófobos tienen un motivo, todos actúan en defensa propia, todos deben justificar sus medios con el entendimiento de algún fin superior, porque los seres humanos necesitamos desesperadamente saber que somos buenos. Ordenamos todas las consecuencias de nuestras acciones a partir del motivo al que estemos adscritos, y que esperamos que sea suficiente para alcanzar el perdón, porque, pensamos, al final, como se verá, no hay nada que perdonarle a nuestro imperativo categórico. Necesitamos, pues, contar detalladamente nuestra versión de los hechos, e internet nos ha resultado insuficiente. Allí nadie nos ha entendido. Por eso en los años que el azar laboral lleva lanzándome libros a la cara he aprendido a mirar las intenciones. A veces alguien me pregunta si es que estoy justificando a ese o a cualquier imbécil, sólo por proponer una intención probable. Y no, yo, tan pequeño o criminal como todos los demás, no otorgo perdones. Yo, tan pequeño como todos los demás, no soy dueño de ninguna justicia y soy esclavo de mis emociones temporales. Es que, como a todos quizá, me gusta que las historias que hay que contar no resulten tan obvias. Y que impliquen algo. Y que tengan algún sentido.
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